Sueño de barrilete

Silvia Cadena

Ilustraciones: Laura Leibson

 

 

 


 

— Todavía se comenta en el barrio la historia de Juan y su barrilete. Juanito, para los amigos — dijo el ferretero, mientras le extendía un ovillo de hilo de algodón a uno de sus clientes —. Si tienen unos minutos, les cuento — y, sin esperar una respuesta, continuó —. Eran inseparables aquellos dos. Y el barrilete... ¡El rey del cielo! Pero empiezo por el principio, porque por el final sólo se termina.

El comerciante se acomodó en su banco alto, detrás del mostrador, y comenzó sin más rodeos por el principio.

— El barrilete nació un día de las manos de Juanito, un niño pobre del barrio pero no un-pobre-niño. Con papeles de colores, cañas livianas que recogió en el cañaveral de la esquina, y un poco de engrudo, Juanito armó la estructura y le puso flecos de colores. El hilo, como ya se imaginarán, me lo vino a pedir a mí. No tenía un peso, el pobre.

El ferretero prendió su pipa y continuó el relato, mientras iba entrando más gente al negocio.

“¿Para qué querrá este pibe el piolín?”, pensé. Pero al verlo tan insistente, se lo di. “Avisame cuando remonte vuelo”, le dije. Y el niño se fue más contento que perro con dos colas — el ferretero dio otra bocanada de humo antes de continuar —. Todo el barrio esperaba el bautismo de vuelo pero pasaban los días y no había indicios de ventisca. Así y todo, siempre se los veía pasar en bicicleta, camino al campito, ese que está junto al río. ¿Saben...? Yo creo que esos dos fueron haciendo lazos más fuertes que los que se anudan con hilos de algodón. Sí, eso creo. Fueron haciéndose amigos.

 

— ¿Y? ¿Lo pudo remontar, al final? — dijo alguien, impaciente.

— Una tarde, una polvareda anunció la llegada del viento. Los papeles volaban por todas partes. Tanto viento había que hasta chirriaban los techos de chapa.

En medio del relato, un niño se abrió paso entre la clientela, se acercó al mostrador y extendió su mano al ferretero, puño contra puño y después una palmadita.

— Me acuerdo muy bien de ese día — dijo el niño, atrayendo todas las miradas —. Lo vi con mis propios ojos.

 

— ¿Y qué pasó? — le preguntaron.

— Bueno... al principio al barrilete le costó — contestó el niño, entusiasmado con toda la atención que recibía —. No vayan a creer que fue tan fácil. Pero después de un rato de meta correr y correr, pudo subir bien alto. Y estaba llegando al cielo cuando... ¡Zas! El hilo se enganchó.

— ¡Ah! — dijeron los presentes. — Claro, el campito no era de orégano, como diría el taita.

— ¿De orégano? — alguien preguntó.

— El hilo se enganchó — continuó el chico—, se cortó y cuando se quisieron dar cuenta, estaban volando por el aire como dos plumas de paloma.

— ¡Oh! — quedaron todos boquiabiertos.

— Sí. Allá iba Juanito — interrumpió el ferretero —, levantado por las pocas fuerzas de su amigo, que parecía que crecía en ganas de ser libre y de volar con el viento.

— ¡Guau! ¡Había sido todo un poeta, don! — el niño hizo una pausa —. ¡No saben qué miedo! ¡Allá iban los dos, bien alto! ¡Cada vez más alto! Pero en eso...

— ¿En eso...? — se oyó.

 

— Juan le gritó a su amigo de papel: “Perdoname pero es muy peligroso”. Después abrió las manos y se dejó caer — el niño quedó con las manos abiertas, los brazos en alto y la vista hacia arriba.

— ¿Se cayó? — preguntó alguien.

— Sí. Se cayó— respondió el niño.

Uno de los presentes hizo un movimiento negativo con la cabeza, otro puso cara de “me están verseando”, y una señora se tapó el rostro con ambas manos.

— ¡Cayó! — continuó el niño como si nada —. Al agua de la laguna. Desde la orilla Juan le gritó: “Volvé pronto, si podés, con el viento Norte” “Te voy a esperar allá, en el basurero, arriba de aquella montaña” — dijo el niño, señalando con su dedo sucio en dirección al basural.

— Supongo que Juanito nunca imaginó — interrumpió el ferretero — que aquella montaña de latas, plásticos, escombros, y todas esas cosas que nadie quiere en su casa, le serviría algún día para poder alcanzar a su amigo.

— ¿Y volvió? — preguntó un señor.

— Bueno. Pasaron unos cuantos días y... nada. Juan ya creía que no lo volvería a ver, cuando una mañana...

— ¡Buen día! — saludó doña Susana al entrar al negocio

—. ¿Pasó algo?

— Buen día, doña Susana — respondió, el ferretero. El niño la miró y continuó su relato.

 

— Una mañana, tempranito, apareció una mancha en el cielo. De una, yo pensé que era un grupo de pájaros nomás pero después... ¡Guau...! Después la mancha se convirtió en una mariposa gigante.

— ¿Una mariposa? — dijo doña Susana.

— Sí, doña. Y la mariposa venía volando en zigzag, para la montaña. Juan andaba juntando papeles y más cañitas para hacer otro barrilete. En eso, lo vio. Ahí estaba su barrilete pero no venía solo. Un enjambre de palomas lo acompañaban.

— Bandada, pibe — corrigió alguien.

— Eso, bandada de palomas — el niño hizo una pausa —. “¡El barrilete pibe!”, gritaba la gente. “¡Al barrilete le crecieron alas de mariposa!”.

— ¿Y Juanito? ¿Qué hizo? — preguntó otro cliente. — Y salió zumbando y se trepó a la montaña. “¡Acá, barrilete, acá!”, le gritó. “¡Más cerca!” “¡Bajá un poco más!”. Y el barrilete...

— Si yo fuera barrilete... — interrumpió doña Susana, suspirando —, me gustaría ver desde arriba...

— Si yo fuera barrilete... — prosiguió el niño —, me gustaría cruzar los puentes que hay sobre el riachuelo; engancharme en la bandera de algún barco, para salir mar adentro; montarme a las nubes en una cabalgata y dejarme llevar por el viento. Y descansaría en las estatuas de los parques o en los nidos de los pájaros. ¡Ah...! Y también me gustaría que los chicos, en alguna plaza, me fabricaran alas de mariposa para poder volver con el viento Norte.

 

— ¿Y el barrilete? — le preguntó alguien.

 

— Al día siguiente — contestó el ferretero —, cuando levanté la persiana del negocio, sobre la montaña de Juanito había otro barrilete, atado a una vieja antena de televisión. Pregunté por Juanito Laguna (así lo llaman todos después de aquel día) pero nadie supo decirme dónde estaba. Ni aquel día ni los días que le siguieron a ese. Sólo fue encontrada, encima de una pila de cañas y tacuaras, su pequeña gorra agujereada.

Se produjo un silencio en la ferretería. El ferretero vació su pipa y luego continuó.

 

— Algunos dicen que vieron a un artista famoso, pintar a Juanito Laguna jugando con su barrilete. Otros creen que lo vieron persiguiendo una enorme mariposa. Pero yo creo que los dos andan todavía revoloteando, vaya a saber por dónde.

Se produjo otro silencio ante las miradas de interrogación de la clientela.

— ¡Oiga don...! —dijo el niño, de pronto, colocándose su gorra un poco agujereada —. ¿Me da otro ovillo de piolín, porfi? El ferretero le guiñó un ojo y le alcanzó el piolín.